Lección inaugural del curso 2024-2025 de la Facultad de Traducción de la Universidad Pompeu Fabra
Bandadas de palabras alzando el vuelo: la traducción como creación literaria
«Fue en la antigua Facultad de Traducción e Interpretación de la Pompeu Fabra, en sus aulas y auditorios, en su biblioteca y en la terraza del bar del edificio situado al final de la Rambla, donde se me despertó el gusanillo de una vocación que se acabó convirtiendo en una profesión apasionante: el oficio de traducir, en mi caso, teatro y narrativa. Quizás porque, además de traductora, soy actriz, no tardé mucho en darme cuenta de que los traductores literarios somos intérpretes: interpretamos una obra literaria para recrearla en nuestro idioma a través de la competencia lingüística, del mismo modo que un actor interpreta un texto para convertirlo en palabra viva a través de su voz y su cuerpo o un músico interpreta una partitura para convertirla en sonidos a través de su instrumento. Los traductores literarios, pues, también somos creadores.
Como intérpretes, es decir, como creadores que interpretamos una obra original para recrearla a través de otro medio, tenemos la responsabilidad de hacer llegar la obra al receptor manteniendo siempre su verosimilitud. Lo que define una obra de ficción, como sabéis, es que no importa si lo que cuenta es verdad o no, mientras sea verosímil, mientras el creador sea capaz de convencer al receptor de que todo eso puede ser verdad. Es lo que Virginia Woolf llamaba la «integridad» del autor: «la capacidad de convencer al lector de que aquello que escribe es la verdad».
Desde mi punto de vista, esta integridad, en el caso de los traductores literarios, se basa en un principio que funciona como eje vertebrador de nuestro oficio: crear una obra de arte que produzca el mismo efecto en nuestro receptor que la obra original produce en el suyo. Para alcanzar este objetivo, yo creo que el traductor no tiene que ser invisible, como nos dicen tan a menudo, ya que ningún creador puede serlo; lo que sí debe ser invisible es todo el trabajo que se esconde detrás de su creación: los obstáculos, les decisiones tomadas, los mecanismos que hacen funcionar la estructura de la obra. Para que una traducción sea buena, todo eso tiene que permanecer oculto, de manera que el receptor tenga la sensación de que lo que está leyendo o escuchando no es una traducción, sino una obra original. Así es como, en el caso de la traducción, nos mantenemos fieles al principio de verosimilitud o integridad. Volvemos invisibles el entramado y los andamios del edificio que construimos, para que el receptor pueda subir a la azotea sin pensar en lo que hay bajo sus pies y gozar del paisaje que se extiende ante sus ojos: bandadas de palabras alzando el vuelo para transportarlo a otro mundo.»